Tatiana Nikolayeva toca en San Francisco algunos de los Preludios y fugas de Dmitri Shostakovich. Sabe que es la última vez. Está cansada y ya no tiene ganas de seguir dando vueltas por el mundo. Todavía no tiene setenta años, pero comprende que el cuerpo y la mente no le responden como antes. Lo sé desde hace algún tiempo. Apenas puedo mover correctamente los pedales y mis dedos no pueden marcar debidamente el ritmo.

Le dieron hace dos años un premio Grammophone por la grabación del ciclo completo de los Preludios, pero está consciente de que esta tercera grabación es inferior a la que hizo en Moscú el ‘87 y que ninguna de las dos se compara con la del ’62, que es hoy casi des

conocida. Tenía entonces 34 años. Estaba en la cúspide de su carrera. ¿Te acuerdas, Dmitri? Te sentías tan contento. Solías decir que la grabación era incluso mejor que la que había hecho Richter. Pero no era cierto. Todos lo sabíamos. Nadie tenía el elan de Sviatoslav. Por ello, la primera grabación, para el Archivo del Estado, la hicieron juntos Richter y el propio Shostakovich. Pero sólo yo había grabado el ciclo completo.

La fuga del Preludio No. 4 es tan compleja, tan difícil de retener. Ni siquiera recuerda habérsela oído tocar al compositor. Prefiere pensar en los dramáticos cuartetos para cuerdas. En el No. 5, que parafrasea el trío para clarinete, piano y fagot de la compositora Galina Ustvolskaya y que Tatiana conoció de primera mano.

Nadie en la Unión de Compositores comprendió entonces los Preludios y fugas. Todos estaban atados por el miedo. Dmitri estaba nervioso porque ninguno de sus colegas estaba dispuesto a apoyarlo. Tocó tan mal sus propias composiciones. Recuerdo que yo misma iba pasándole las páginas. Él sabía que nadie osaría aprobar su nueva obra. Era demasiado íntima, demasiado abstracta, demasiado lejana de los supuestos sentimientos del pueblo ruso. Llegaron a decir que no tenían importancia ideológica. Fueron tan cobardes.

No se atrevieron a contradecir el Decreto emitido en 1948 por Zhdánov. Shostokocih había sido condenado por el Comité Central del Partido Comunista al ostracismo. Junto a Serge Prokofiev y a Aram Kachaturian. Tan vanguardistas, tan lejanos del realismo socialista. Kavalevsky también, pero éste se las ingenió para que las autoridades quitaran su nombre de la lista de los réprobos. A la larga todos se sometieron. Serge y Dmitri también. No quedaba otra. O te ajustabas o dejabas de comer.

Suena el preludio No. 8: es una danza de aire casi barroco seguida de una doliente fuga. ¿Se habría fijado alguna vez en mí? ¿O sólo le interesaba como pianista?

Dmitri tuvo que escribir una sinfonía que no se ajustaba a sus propios parámetros. Algo que fuera entendible para las masas. Pero lo hizo de forma casi teatral. Una burla grotesca. Eso es la Sinfonía No. 9, un grito de autoironía. No la obra triunfal que esperaban las autoridades del Partido después de la victoria en la II Guerra Mundial.

Casi todas sus obras fueron proscritas. No era la primera vez. Ya en el ‘36 el propio Stalin había ordenado suprimir la representación de la ópera Lady Macbeth de Metsensk por considerarla demasiado modernista, caótica, vulgar. Retiró entonces su Cuarta Sinfonía antes de su estreno formal. Era demasiado pesimista. Compuso una Quinta, muy bella, pero de carácter mucho más conservador, para redimirse. Es una de sus obras más populares.

En el ‘41 estrenó la Séptima, de una fuerza épica extraordinaria, a tono con la defensa de Leningrado contra la invasión nazi. Le supuso la admiración de todos. Pero la Octava, estrenada cuando las tropas rusas se acercaban ya a Berlín, oscura y concentrada, provocó una reacción negativa de la crítica oficial. La condena, como era previsible, no se dejó esperar. Y yo estaba al tanto de ello. Todavía lo recuerdo muy bien.

La razón aquella vez no había sido otra que el inconformismo del compositor y su ambivalente respuesta ante las exigencias veladas o no que se le imponían. A pesar de ello, dado el reconocimiento que tenía en occidente, Dmitri fue enviado en una delegación oficial a Estados Unidos y elegido miembro del Sóviet Supremo. Eran las extrañas circunstancias en las que nos tocaba vivir. Un año después, en 1952, aprovechando la ausencia de Shostakovich, Tatiana logró obtener la aprobación de los Preludios y Fugas por la Unión de Compositores.

Era una época terrible. Los años de las peores purgas contra los adversarios políticos de Stalin. Cientos de miembros del Partido Comunista, troskistas, anarquistas, campesinos y militares fueron perseguidos y asesinados por el Régimen. Eran los tiempos en los que la extraordinaria poeta Anna Ajmátova fue deportada a Siberia y se vio obligada a quemar sus poemas por temor a que fusilaran a su hijo.

Teclea ahora el preludio y fuga No. 15. El primero que al parecer compuso Dmitri. Es muy reconcentrado. Casi un valz. Como aquellos de sus sinfonías que tanto le hubieran gustado a Gustav Mahler. Un tanto frenético. Nervioso. Recompongo la primera vez que lo oí. Estaba encantada porque reconocía el origen de aquella composición.

En aquel entonces, el año ’50, Tatiana Nikolayeva tenía 26 años, pero ya era respetada por sus profesores del Conservatorio de Moscú como una gran promesa. Había llegado a Leipzig con la clara intención de abrirse camino en la conmemoración de los doscientos años de la muerte de Bach. Tenía previsto participar en la competición de piano en la que debía interpretarse uno de los 48 Preludios del Clave Bien Temperado de Bach y tocar, junto a dos de sus colegas, el Concierto para tres pianos BWV. 1063 del maestro alemán. Uno de ellos, sin embargo, hubo de ser sustituido a último momento y fue remplazado por quien había presidido el jurado de la competición de piano, el cuestionado compositor Dmitry Shostakovich, a quien Tatiana había escuchado en unos cursos en el Conservatorio de Moscú unos meses antes.

Propuso al jurado interpretar no sólo uno de los preludios, sino los dos Libros completos. Y la pianista tocó de memoria toda la colección en algo más de cuatro horas. Los miembros del jurado quedaron muy impresionados y Tatiana, como era de esperar, ganó la medalla de oro. No era el primero de los muchos premios que recibiría a lo largo de mi vida.

No se sabe mucho más de aquel primer encuentro, excepto que Dmitri compondría poco tiempo después una de sus obras más significativas, los monumentales 24 Preludios y fugas Op. 87, inspirándose en la obra de Bach, como ya había hecho antes en sus Preludios Op. 34.

No siempre siguió el modelo, aunque las piezas están cargadas de citas textuales del maestro de Leipzig. Tampoco juntó los preludios en clave mayor y menor de la misma nota; prefirió más bien estructurarlos siguiendo el modelo de los Preludios Op. 28 de Chopin, subiendo la escala, de do mayor a la menor y de sol mayor a mí menor, tal como ya había hecho en su opus 34. E hizo algo más, tomó un fragmento de cada preludio y lo convirtió en una fuga que concluye la pieza, como hizo Bach en otras de sus composiciones para clave. Pero mantuvo, en unas creaciones de enorme profundidad emocional, el alma barroca y casi matemática de la obra de origen.

Toca el Preludio No. 20 con su prodigiosa fuga. Nunca grabó Tatiana sus propios conciertos para piano. Se inclinó por las obras de otros. Bach, sobre todo. El clave bien temperado. El arte de la fuga, La ofrenda musical, las Variaciones Goldberg. Todas las sonatas de Beethoven. Los Preludios Op. 34 y la Sonata No.2 de Dmitri. Nada, nada me ha gustado tanto como el opus 87 de Shostakovich. Es mi obra predilecta. Poco importa que él me la haya dedicado o no. La obra es mía. Yo guardo el manuscrito. Me pertenece. Aunque yo tuviera el aspecto de un soldado ruso, en mi pensó Dmitri cuando la compuso. Sólo en mí.

Ataca ahora con cierta rabia el preludio No.21. Le vienen a la memoria aquellos duros años. El fin de la era de Stalin. Las penurias de la vida cotidiana. La imposibilidad de salir de Rusia para dar conciertos en occidente. La amistad sincera de Dmitri. La extraña relación matrimonial  de puertas abiertas que él mantenía con Nina en Leningrado. La inclusión en la Sinfonía No. 10, que tanto gustaba a Tatiana, del nombre de Elmira Nazirova. Y antes la reaparición de la Ustvolskaya que después tanto lo detestaría. Y finalmente el nuevo matrimonio con Margarita. Qué maldita humillación.

Pero ahí estaban sus Preludios y fugas. Nadie podría tocarlos como ella. Ni siquiera los que vinieron mucho después. Ni Ashkenazy ni Schervakov ni Melnikov. Todos ellos rusos, todos ellos espléndidos. Tampoco Keith Jarret, tan sorprendente. Nadie tiene el conocimiento personal, la vibración pasional que yo les transmitía.

Cuando terminó de componer los primeros preludios, Shostakovich decidió llamar a Tatiana para mostrarle las partituras. Seguramente las tocaría él mismo en el piano que tenía en su pequeño apartamento en Moscú. Después iría entregándole las demás, una tras otra. Todas escritas entre octubre de 1950 y febrero de 1951. Una llamada telefónica y al día siguiente aparecía para darle mi visto bueno. Aunque estaba asumiendo un grave riesgo porque podría perder el favor del Régimen, los estrené en Leningrado.

La reacción del público y de la crítica fue muy negativa. Nadie estaba preparado tal vez para oír una obra tan introspectiva. El éxito de los Preludios y fugas llegaría mucho más tarde, siempre de la mano de Tatiana. Luego de la rehabilitación de Shostakovich por el Comité Central el ’58. Después incluso de la muerte de Dmitri el ’75.

Para entonces, Anna Ajmatova le había dedicado la primera edición rusa de sus poemas: “A Dmitri Shostakovich, en cuya época yo viví en la tierra”. Cuando el compositor y la escritora se encontraron por primera vez, en 1961, se sentaron frente a frente durante más de 20 minutos en maravilloso silencio.

Ya casi ha terminado, queda sólo el preludio No.24. Pero Tatiana está exhausta. Su organismo no resiste más. No puedo. El preludio es demasiado largo. Quizás el más pausado. Al principio es casi ingrávido. Avanza a un ritmo sereno, acompasado. Parece que fueran dos cuerpos que se mueven al unísono. Lentamente. Pero siento que se me quiebran los dedos. Comienzo a desesperarme. Se me confunden las teclas. Tiembla pero sigue tocando. El preludio se abre a la fuga casi sin notarlo, pero el ritmo se va expandiendo paulatinamente, in crescendo, empujando, marcando la estructura ascendente de la fuga. Ahora lo tengo más claro. Son dos cuerpos, el de Dmitri y el mío. Enredados, anhelantes, fundidos casi. Trepando sobre la progresiva fuga que me abre por dentro. La mente se me rompe, estoy por perder el control, pero sigo tocando, sigo subiendo. Ya casi lo puedo ver. Estoy extasiada. No puedo continuar, un dolor como una tromba, como el sonido sordo de una tecla trunca dentro en la cabeza me derriba, se me derrama la sangre, me impide moverme. El corazón me estalla. ¡Dmitri!, apenas pronuncio tu nombre.

Se abandona y cae. Irremediablemente. Ya nada le pesa. La noche del 13 de noviembre de 1993. Era mi último concierto. Inconsciente, Tatiana murió nueve días más tarde.

Juan Ignacio Siles